sábado, 9 de octubre de 2010

El cerro y la lesión...(¿donde parte todo?)





El ascenso por séptima vez al cerro provincia estaba cargado de misticismo. La música de la montaña, es el ruido del silencio. Es el tronar de las piedras en cada paso, y acercándose a la cumbre, el crujir de la nieve que se aprisiona entre sus membranas, minutos antes, libres por la virginidad del paisaje.

Mi cuerpo sudaba y pequeñas nauseas empañaban mi visión. Paso tras paso, los músculos se contraían, rasguñando con fuego los tendones. El viento helado, que siempre me pareció dulzón, se colaba entre las capas de la ropa cerca de los 3.000mts. de altura. Tras la falsa cumbre, ya a unos cientos de metros, podía divisarse la meta. El lugar que une a cientos de caminantes que antes habían pasado por acá. El cerro tiene el alma de aquellos osados que lo enfrentaron. Sus voces silban en el viento; sus dolores se esconden tras las rocas, y yo, me disfrazaba con sus espíritus. A pesar del frío, el cuerpo me quemaba por el esfuerzo. El caminar incesante del ritmo de una prueba de fondo, era la compañía en el “un dos” sin fin de subir los Andes.

Bien conocía esa sensación. Desde pequeño, las excursiones al cerro junto a mi padre y mis hermanos, llevando deliciosa comida para la merienda, eran parte del catálogo de sábados primaverales bajo el tibio sol y los picnic disfrutando el sonido del río refrescando la eternidad de los roqueríos. Silencios cómplices y conversaciones que pasaron a ser una droga, ocurrían una detrás de otra. La barra del mejor chocolate que todos añorábamos, mientras la transpiración empapaba nuestros atuendos, bien valía cualquier esfuerzo y llegar a la cumbre para nuestras pequeñas piernas, lo era. Cuando por fin llegaba el momento en que mi padre sacaba de su bolsillo el premio mayor, yo cerraba los ojos para que el sonido familiar del envoltorio acariciara mis poros, como quien prueba por primera vez el cacao perfecto para papilas esponjosas de aquella sensación. Se derretía en mi lengua de niño, aquel manjar, mientras me sentía inmortal, mientras el mundo estaba a mis pies, mientras casi podía tocar el cielo.

La primera vez que subí el cerro Provincia fue rondando los 14 años. Aquel majestuoso macizo siempre estuvo dentro de mis venas. Cada amanecer antes de ir al colegio, veía a través de la ventana, como el sol recostado en su contorno, se levantaba a una velocidad inusitada por la calma en medio del caos de una ciudad ajetreada y dominada por el pavimento. Al atardecer, su textura palpada por la frescura de las sombras, detenía el reloj, los quehaceres y en medio del ruido, me hacía sentir el líquido chocolatoso paseando por mi boca.

Tras la primera pena de amor, la falda del cerro alfombró mi pieza, no pudiendo negarme al escape. El gran Santiago, es una ciudad que crece y crece, pero que siempre topa con la gran cordillera, hecha solo para quienes puedan caminar en silencio.

Marchando la primera vez junto a mi amigo Christian, con el paso lento pero constante, sentiríamos el escalofrío de la fatiga, el respirar dificultoso después de algunas horas de andar y finalmente el grito desgarrador del desahogo. Desde esa primera vez, habíamos conservado la costumbre de que al llegar a la meta, con los brazos en alto de triunfo, perpetraríamos la hazaña con el alarido mas profundo que nuestras voces pudieran emitir. Una confesión al cerro que se perdía en la inmensidad. El grito guerrero del triunfo y el modo de lanzar nuestros dolores silenciosos al viento, que el entendía para si, que yo entendía para mi, y que el cerro acogía para nosotros.

Esa roca, la más alta, era la que ahora observaba en la séptima cumbre. A pocos pasos de ella, con la pequeña cruz de metal que asomaba como el recuerdo olvidado de la muerte que quedaba atrás, me paré en la cúspide, observé en mi mente todo aquello que saldría de mi boca como una ráfaga de pasado. Mi cuerpo se acalambró por el esfuerzo, por el cansancio, por el alivio. Luego vino el eco, mas tarde el silencio.

Me desplomé sobre las piedras, que en aquel momento, me parecieron un regazo de plumas. El cielo era mas azul de lo normal y mi respiración convulsionada, permitía que cada exhalación de aire, acomodara mis costillas con mayor pulcritud en esa cama ocre que fue construida a mano para mi cuerpo.

Mientras mis pulmones se refrescaban del aire más puro, el tiempo se detuvo en uno de los lugares donde los segundos apenas corren. El viento dejó de soplar y su canto empezó a rugir. Como en una catarsis de la naturaleza, las alas de aquel maravilloso ejemplar de cóndor, planearon a pocos metros de mi humanidad. Una epifanía que solo la inmensidad de la montaña te puede regalar. Un collar de oro blanco, y unos ojos perdidos en el infinito. El rey de las alturas, el viajero solitario. Una ráfaga indescriptible de libertad de aquel que mira desde las alturas. Me puse de pie para seguir con mi vista su vuelo y la armonía de sus movimientos. Recordé como hace algunos años, había rayado con ilusión una camiseta antes de un asenso, escribiendo; - “las piernas son mis alas”- Recién en el séptimo asenso lo entendía.

Algunas horas mas tarde, y después de comer mi trozo de chocolate, emprendí la bajada. Sólo diez pasos alcancé a dar cuando un pinchazo se clavó en lo mas profundo de mi rodilla. Un disparo en una de mis alas, un flechazo en mi articulación.



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